La chispa que encendió la pradera nepalesa fue, paradójicamente, un bloqueo digital. La semana pasada, el gobierno del entonces primer ministro KP Sharma Oli decidió prohibir el acceso a Facebook, YouTube y X. La medida buscaba acallar la viralización de videos en TikTok que exponían, sin filtros, el lujoso estilo de vida de los hijos de la élite política, en un hiriente contraste con la realidad de la mayoría de la población.
La respuesta fue inmediata y masiva. Miles de jóvenes, bajo la consigna “Paren la corrupción, no las redes sociales”, tomaron las calles de la capital, Katmandú. Según reportes de agencias internacionales, la represión policial con gases y balas no hizo más que avivar la furia. En pocas horas, la protesta se transformó en un levantamiento nacional de una violencia inusitada, reflejo de un hartazgo social mucho más profundo que el simple reclamo por una conexión a internet.
Las imágenes que llegaron desde el país asiático son desoladoras. El Parlamento fue prendido fuego, y la violencia alcanzó un nivel personal y brutal. De acuerdo a informes locales, Rabi Laxmi Chitrakar, esposa del exprimer ministro Jhalanath Khanal, murió calcinada en el incendio de su vivienda. El ministro de Finanzas fue humillado públicamente y arrojado a un río. El saldo, hasta ahora, es de al menos 25 muertos, mientras el ejército patrulla las calles intentando restaurar un orden que ya no existe.
El colapso político fue total. Tras el ataque a su propia residencia, el primer ministro Oli presentó su renuncia indeclinable, dejando un vacío de poder en una nación en llamas. Mientras organismos como la ONU expresan su consternación, el jefe del ejército nepalí ha hecho un llamado al diálogo, un gesto que analistas internacionales definen como un punto de inflexión, aunque el camino hacia la paz parece largo y complejo.
Este estallido no es solo una noticia lejana sobre un país del Himalaya. Es un crudo recordatorio del poder que tienen las herramientas digitales para canalizar la frustración de una generación que se siente excluida y que ve la corrupción como un muro infranqueable. La prohibición de las redes no fue una muestra de fuerza del gobierno, sino la confesión de su pánico a una ciudadanía conectada y organizada.
Desde el Alto Valle, donde las redes sociales son a menudo el canal para visibilizar las injusticias locales —desde la crisis frutícola hasta los problemas ambientales—, la historia de Nepal resuena con una familiaridad incómoda. Nos recuerda que la brecha entre la realidad de la gente y las decisiones de quienes gobiernan es un combustible universal. Y que cortar la conexión, en lugar de apagar el fuego, puede terminar por incendiarlo todo.
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